Siempre me fascinó el mito de Perséfone, esa princesa raptada por el Dios del reino subterráneo. Mientras Perséfone está con él bajo tierra en la superficie es invierno, cuando ella vuelve a la superficie todo renace. Es la primavera.
Siempre me sentí como Perséfone, atrapada, secuestrada en el inframundo, cautiva de un Dios tirano pero muy seductor.
Sabiendo que arriba había un mundo mejor, un mundo mucho más agradable, más feliz, un mundo que además me necesitaba. Un mundo donde el amor y la ternura eran posibles, un mundo más cálido que el frio subterráneo.
Es hora de terminar con el invierno, hay que darle paso a la primavera. Es hora de dejar que todo florezca.
Es hora de dejar que la vida, que estaba escondida esperando que pase el invierno, pueda surgir con toda su fuerza vital.
Es tiempo de salir de la oscuridad subterránea a la luz de la superficie, es tiempo de renacer. Como la primavera, renovarse, volver a nacer, salir del capullo, abrir los pétalos, asomar al sol, que el calor te tome el cuerpo, el alma. Calzarse las sandalias, volver a los colores, estremecerse con las flores silvestres, mirar admirado una rosa fresca, es tiempo de dejar los abrigos, de guardar el invierno, de olvidar las flores marchitas.
El invierno es poderoso, un asesino letal. Pero la primavera es rebelde, es revolución, es fuerza vital que se abre paso a las fuerzas. El invierno es acción, pero la primavera es reacción.
Para que llegue la primavera primero hay que atravesar el invierno. Para renacer primero hay que morir.
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